Pipaluk, un cuento de boda

 

Pipaluk su quita las gafas de colmillo de morsa y retira con la mano la puerta de piel de la tienda. Dentro están su padre y su madre, esperándola pacientes. Fuera el viento azota la tundra y la nieve vuela arremolinada, golpeando inclemente las pieles que les protegen del invierno ártico. 

Hoy es un día importante. Pipaluk se sienta doblando las piernas recubiertas de pieles, tuerce el gesto al ver a sus padres tan solemnes y se frota el rostro con nerviosismo. 

Habla su padre primero. Han acordado su boda con el hijo pequeño de una familia comerciante. También inuits. Ellos tienen un puesto donde venden artesanía en la costa. 

El chico se llama Ungâk, y en unas semanas vendrá a buscarla. Él sabe cazar focas y caribúes, así que no va a faltarles de nada. Ya está.

Tanta información abruma a Pipaluk, todavía con el viento revoloteando en su cabeza. O son todas esas cosas que le dice su padre. Sí, todas esas cosas. Su madre la mira de frente con ternura y seguridad, le coge la mano, y le dice que Ungâk sabe también hacer un buen Qamutik, nadie hace los trineos como él, les han dicho, así que seguro que van a estar bien.

Pipaluk se sostiene a sí misma mientras retuerce los dedos de los pies dentro de las botas, y mirando al suelo de la tienda se pregunta en silencio qué cara tendrá Ungâk, si será buena la vida con él.

Los próximos días Pipaluk recogerá las cosas que usa para esperar el día que la venga a buscar Ungâk. Ese día se irán juntos y ya serán ellos, una nueva familia inuit. Pipaluk ha oído que en las tierras que no hay tanta nieve, cuando una pareja se junta, hacen una ceremonia a la que llaman boda. Los inuits no lo hacen. No está en su tradición hacerlo. Y Pipaluk se pregunta si le gustaría. No sabe si a Ungâk le gustaría. Porque no conoce todavía a Ungâk. Ungâk sabe cazar focas y caribúes, y sabe hacer Qamutik, se repite a sí misma. Que no se le olviden sus gafas de colmillo de morsa. A su padre le costó mucho hacer esa hendidura tan fina y para ella son fundamentales, pues siempre le ha molestado mucho el reflejo del sol en la nieve. Seguro que Ungâk tiene unas iguales, si no puede usar las de Pipaluk para ir a cazar las focas y los caribúes. 

Pipaluk sale fuera de la tienda y se sienta al lado de Massak, su perro favorito. Massak está hecho un ovillo, durmiendo en la nieve. Anut, un poco más allá, levanta el hocico y mira de reojo a Pipaluk. Siempre tan alerta, Anut. Bosteza y hunde despacio el hocico de nuevo entre sus patas peludas, cierra los ojos, y Pipaluk vuelve a estar a solas. ¿Cuántos días tardará en venir Ungâk? El invierno es demoledor estos días del año y, si viene de lejos, puede tardar más de lo pensado en llegar. Ella acaricia el lomo blanco de Massak y se pregunta si a sus padres les parecería bien que se fuera con ella. Necesita un perro de confianza en este nuevo viaje que emprende, un compañero que tire de ella como cuando Massak guía el trineo entre el hielo y la nieve. Aunque resbale, aunque el viento azote, Massak tira del trineo. Pipaluk le acaricia entre los ojos cerrados y susurra: “Vienes conmigo”.

Se levanta. El frío arrecia demasiado así que Pipaluk se coloca bien la capucha y se refugia en la tienda. Su madre está preparando comida. Ella se sienta al lado de su padre y le mira con ternura. Se sonríen y esperan su plato, sentados encima de las pieles, recogidos y arropados en las entrañas de su tienda.